El pasado jueves 11 de diciembre, el presentador y creador de los Game Awards, Geoff Keighley, salió a dar su discurso de apertura y, por un breve instante, su taciturno rostro de siempre mostró un destello de humanidad al confesar que perdió su casa y luego a su padre este año.
Por un instante, la tenue indicación de su voz resquebrajada y sus ojos semi-aguados me dieron la impresión de que algo había cambiado en este hombre y de que quizás veríamos ese cambio reflejado en la organización del evento este año.
Me equivoqué rotundamente. Keighley paró el cuentito y procedió a echarnos el mismo barranco de los últimos 11 años, un chorizo de comerciales interrumpido ocasionalmente por la repartición de un premio, un discurso de aceptación o una presentación musical.
Pero ya mi mente había picado el anzuelo.
De pronto me puse a imaginar un futuro distante. Un mundo en el que, como todas las cosas, el tiempo de Keighley como el caudillo y maestro de ceremonias de su propio circo ha llegado a su fin, y de repente todo comenzó a cobrar vida en mi mente.
Porque los Game Awards son “la noche más importante de los videojuegos”, pero el aspecto y ejecución de dicha velada depende absolutamente de la forma de pensar de una persona que ve los videojuegos como industria primero y como todo los demás después.
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